Las lavanderas
Un cuento de Elena Poniatowska
En la humedad gris y blanca de la mañana, las lavanderas tallan su ropa. Entre sus manos el mantel se hincha como pan a medio cocer, y de repente revienta, con mil burbujas de agua. Arriba, sólo se oye el chapoteo del aire sobre las sábanas mojadas. Y a pesar de los pequeños toldos de lámina, siento como un gran ruido de manantial. El motor de los coches que pasan en la calle llega atenuado; jamás sube completamente. La ciudad ha quedado atrás; retrocede, se pierde en el fondo de la memoria. Las manos se inflaman, van y vienen, calladas; los dedos chatos, las uñas de piedra, duras como huesos, eternas como viejas conchas de mar. Plenas de agua, las manos se inclinan, como si fueran a dormirse, a caer sobre la funda de la almohada. Pero no. La obstinada mirada de doña Jesusa las reclama; las recoge. Allí está el jabón, el pan de a cincuenta centavos, y la jícara morena que hace saltar el agua. Todas las lavanderas tIenen el vientre humedecido de tanto recargarlo en la piedra porosa y la cintura incrustada de gotas resecas, que un buen día, estallarán. A doña Jesusa le cuelgan cabellos grises en la nuca; Marta es la mas Joven --la piel restirada a reventar sobre mejillas redondas-- (su rostro es un jardín, y hay tantas líneas secretas en su mano), y, doña Matilde, la rezongona, a quien "siempre se le amontona la ropa".
--Doña Lupe ¿por qué no había venido?
Doña Lupe deja su bulto en el borde del lavadero.
--De veras, doña Lupe, hace muchos días que no la veíamos por aquí.
Las cuatro hablan quedito. El agua las acompaña. Las cuatro inclinadas sobre su ropa, los codos paralelos, los brazos gemelos, hermanados ...
--Pues ¿qué le ha pasado, Lupita?
Doña Lupe cuenta con su voz de siempre, mientras que las jícaras sorben el agua para volverla a echar sobre la piedra, con un ruido seco. Cuenta que su papá se murió --bueno, ya estaba grande--, pero era campanero, por allá por Tequisquiapan, y lo quería mucho el señor cura. Y lo querían mucho los de Tequisquiapan. Subió a tocar la de las seis como siempre, y así, sin aviso, sin darse cuenta siquiera, la campana lo tumbó de la torre para abajo. Y repite, más bajo aún, las manos llenas de espuma blanca:
--Sí. La campana lo mató.
Se quedan las tres sin movimiento bajo la huida del cielo. Doña Lupe mira hacia un punto fijo:
--Entonces, todos los del pueblo agarraron la campana y la metieron a la cárcel. Arriba sólo se oye el chapoteo del aire sobre las sábanas.
México 1957