Entrevista a Juan Rulfo

Por Elena Poniatowska

La primera parte de esta entrevista se publicó en Excélsior en enero de 1954. El llano en llamas se publicó en 1953; dos años más tarde, el Fondo de Cultura Económica (FCE) lanzó 𝘗𝘦𝘥𝘳𝘰 𝘗𝘢́𝘳𝘢𝘮𝘰, puntal de la literatura mexicana y universal. Juan Rulfo murió hace 38 años, el 7 de enero de 1986. Fue un hombre hosco que miraba extrañado, no quería saber nada de entrevistas. Rulfo, igual que José Clemente Orozco, dio grandes trazos inexorables, los de los poseedores de la pureza de los duros, enajenados y sencillos como terrones de tepetate, esa arcilla reseca que mancha de amarillo ciertas regiones de Jalisco, los dos se mofaron del culto a la muerte y a la vida, amorosos del hombre y dolientes por su sacrificio inútil. Orozco vivió la Revolución y supo pintar el sangriento panorama, las víctimas inocentes y los héroes traicionados. Rulfo niño vio pasar a los cristeros por las faldas del cerro y su mamá le tapaba los ojos para que no se le quedara grabado el siniestro monigote de un ahorcado o la marioneta de hilos rotos que los soldados llevan a empujones hasta el paredón del fusilamiento.

Señor Rulfo, ¿y la literatura?

—¿Qué quiere usted que le diga? Yo no soy un intelectual. Yo soy un hombre de Apulco, allá en Jalisco, cerca de Sayula y de Zapotlán. Me crié en San Gabriel, y allí las gentes me contaron muchas historias: de espantos, de guerras y de crímenes. Viví siempre con los hombres de campo, que cuando ya se puso el sol y prenden un cigarro de hoja, de pronto dicen al que está con ellos: ¿te acuerdas? Y aunque el otro no conteste, ellos comienzan a acordarse de cuando agarraron al Chivo Encantado: “Lo agarraron dormido, si no, cuándo se les hace. Y le cortaron la cabeza por debajo de las barbas…”.

De modo que de Apulco y de San Gabriel han salido todos tus cuentos.

—No creas que fue tan facilito. Apulco está metida en una barranca muy honda, y cuesta mucho trabajo sacar los recuerdos de allí. Además, yo dejé el pueblo muy chico, hice toda la escuela y hasta me titulé de contador.

¿Números? Pero, las letras…

—Vinieron mucho después, muy despacio y hechas una verdadera lástima. Sí, no lo creas, me acuerdo y me da vergüenza. En vez de venir claras y una tras otra, como las dicen las gentes, las palabras me llegaban en montón, todas disfrazadas de retórica: “El sol se puso tras los montes, como una lágrima de oro entre terciopelos de púrpura…”. Imagínate nomás.

Te estás burlando de mí.

—Si no lo crees, pregúntaselo a Efrén Hernández.

¿Qué tiene que ver Efrén Hernández con esto?

—Claro que tiene que ver, él leyó mis primeras cosas, él publicó mi primer cuento: “La vida no es muy seria en sus cosas”.

Ese cuento no figura en El llano en llamas.

—Dios nos libre. Por fortuna, casi nadie lo conoce, y el olvido que ha caído sobre él no me parece suficiente. Estaba yo en la calle. Bueno, como te iba yo diciendo, yo le debo a Efrén una barbaridad de cosas. Los dos trabajábamos en Migración, allá por 1937. Y un día me dijo: ¿Qué está usted haciendo allí con todos esos papeles escondidos? Pues esto. Y le enseñé unas cuartillas: Malo. Esto que está usted haciendo es muy malo. Pero a ver, déjeme ver, aquí hay unos detallitos. Y ya ves cómo es Efrén, además de gran cuentista, pues me señaló el camino y me dijo por dónde. Efrén parece un pajarito, pero con unas enormes tijeras de podar me fue quitando toda la hojarasca, hasta que me dejó tal como ves, en pleno Llano en llamas, hecho un árbol escueto. Creo en mi lucha por apartarme de las complicaciones verbales, he ido a dar a la simpleza. Escucha, por ejemplo, cómo hablan las gentes de “Talpa”, de ”Diles que no me maten” y de ”Es que somos muy pobres”.

Pues hablan con la verdadera voz del pueblo, tal como han dicho los críticos. Hablan como si la barranca de Apulco se pusiera a contarnos sus cosas, con esa antigua voz de adobe, de maíz y tepetate.

—Antes, yo oí muchas voces, y las sigo oyendo. Marcel Proust y William Faulkner, Virginia Woolf y Knut Hamsun, y todo lo que quieras, la Biblia y los himnos de Prudencio. Por cierto, que mi primer gran lectura, aquella que me abrió los ojos, fue El artista adolescente, de James Joyce (En la biblioteca de Juan Rulfo, está todo lo que cuenta en el mundo de la novela y de la poesía).

“Lo que pasa es que entre el coro de todas estas voces universales y gloriosas yo volví a oír la voz profunda y oscura. Tal vez la de un hombre viejo que está a la orilla del fuego, volteando las tortillas: ‘¿Te acuerdas de cuando mataron a La Perra?’ Y aunque no lo creas, esa voz predomina en el coro, y es la del verdadero, la del único solista en que creo, porque me habla desde lo más hondo de mi ser y de mi memoria. ‘Ya mataron a La Perra, pero quedaron los perritos…’”.

El rostro de Juan Rulfo se ensombrece, y se hace más el agua de su ternura, esa ternura que brota no sabemos de dónde, entre sus páginas crueles. Porque Rulfo nos cuenta la miseria, la ignorancia y la crueldad con inesperada dulzura, que no excluye los toques de la gracia y la ironía. Por eso es un gran escritor, porque en él desemboca una voz anónima y concreta, que hace de su libro un fruto de áspera fragancia, henchido de savia popular.

Para sacar provecho a Rulfo hay que escarbar mucho, como para buscar la raíz del chinchayote. Rulfo no crece hacia arriba, sino hacia adentro. Más que hablar rumia su incesante monólogo, en voz baja, masticando bien las palabras para impedir que salgan. Sin embargo, a veces salen. Y, entonces, Rulfo revive entre nosotros el procedimiento de ponerse a decir ingenuamente atrocidades, como un niño que repitiera las historias de una nodriza malvada. Todo empieza con la canción de la pitaya a la que Rulfo le tiene muy buena voluntad y le chispea en los ojos, verde, como la milpita tierna que a veces despunta allá, en la barranca de Apulco, donde se crió: “En la cárcel de Celaya / estuve preso y sin delito / por una infeliz pitaya / que picó mi pajarito; / mentira no le hice nada, / ya tenía su agujerito”.

Allí onde raya Rulfo, ¿quién raya? Naiden. Y ¿después de naiden? Más naiden. Porque, así como lo ven, todo engarruñado y escuálido, la mirada huidiza y desconfiada, Rulfo ha escrito dos libros: El llano en llamas y Pedro Páramo. Esas 325 páginas rayaron de una vez por todas la literatura mexicana.

Juan, ¿por qué cantas eso?

—Por infeliz.

Infeliz la pitaya, ¿no, Juan?

—También yo.

Infeliz Pedro Páramo, ¿no?

—Ese sí fue un desgraciado.

¿Y Efrén Hernández?

—Ése, lo sabes bien, ya murió.

¿Y Cleofas?

—También.

¿Y Agustín Yáñez?

—Murió. ¿Por qué me lo preguntas, si ya lo sabes?

¿Y Alí Chumacero?

—Vive.

¿Y José Luis Martínez?

—También vive.

¿Vivo como tú o como yo?

—Como tú y yo.

Como tú y yo no, Juan, porque no estamos vivos de la misma manera.

—Tienes razón, yo soy un pobre diablo.

Me refería a que tú eres un gran escritor.

—Pues yo siento que soy un pobre diablo, así es el sentimiento que yo tengo, soy todo deprimido y marginado.

Eres más ocurrente que eso, Juan.

—Eso sí, tengo mis ocurrencias. Pero lo que no me gusta es la gente, hablar en público, no me siento bien, nada bien. Me entra el pánico, me deprimo mucho, por eso te digo que soy deprimido, me entra la depresión baja y siempre tengo la presión baja, entonces me entra una depresión más baja que la depresión.

En 1970, cuando le dieron a Rulfo el Premio Nacional de Literatura produjo con su voz cascada un discurso totalmente rulfiano: “No recuerdo por ahora quién dijo que el hombre era una pura nada. No algo, ni cualquier cosa, sino una pura nada. Y yo me siento así en este instante, quizá porque conociendo lo flaco de mis limitaciones jamás elaboré un espíritu de confianza; jamás creí en el respeto propio.

Allá en Comala he intentado sembrar uvas; no se dan. Solo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces.

Para eso de las entrevistas, Rulfo es como los arrayanes y los naranjos que se dan en Comala. Cuando le hice la primera pregunta, en enero de 1954, me quedé media hora esperando la respuesta. Me miraba lastimosamente como miran esos perros a quienes se les saca una espina de la pata. Y al fin comencé a oír la voz de los que cultivan un pedazo de tierra seco y ardiente como un comal, áspero y duro como un pellejo de cava.

Eso fue hace 70 años. Rulfo era gordito y a él —el árbol escueto de El llano en llamas— le gustaba mucho agarrarse de las ramas de los árboles de la colonia Cuauhtémoc. Después se hizo famoso y eso ya no le gustó ni tanto, porque la fama ataranta. Pero en esos años, cuando caminaba por las calles de Tíber, de Duero, de Ganges, Nazas y Guadalquivir (el FCE estaba en Pánuco), no se le veía por ningún lado la tristeza. Al contrario, se reía hasta con el perro que va pasando. Además, a él lo seguían los perros, aquellos que dan aviso, los de “¿No oyes ladrar a los perros?”.

Luego se hizo el escritor más triste de todo el continente latinoamericano, de la Patagonia a Alaska, y nosotros, años después, hemos seguido arropándolo para poder conservar esa gran tristeza que hace de él un ánima en pena, la de Pedro Páramo, cayéndose como montón de piedras sin Susana San Juan, la de las mujeres enlutadas de Anacleto Morones, la de la niña Tacha que pierde la vaca en “Es que somos muy pobres”, la de nuestro presente ahora mucho peor que antes, la del migrante fracasado en su “Paso del norte”.

Como Pedro Páramo, Rulfo camina entre la sequía y es hombre de pocas palabras, árido, hosco, desalentado. Porque a Rulfo todo parece desalentarlo, la vida, los honores, el trato con los demás y sobre todo las entrevistas. Yo creo que desde siempre se siente extraño, no solo en la capital sino en el mundo. Y es que salió de una barranca muy honda, la de Apulco, y de allí también, con mucho trabajo, fue sacando los recuerdos y desde entonces, al hilvanarlos en dos libros prodigiosos, algo se le desacomodó por dentro, quizás el alma.

“Yo vivo muy encerrado siempre, muy encerrado. Voy de aquí a mi oficina y párale de contar. Yo me la vivo angustiado. Yo soy un hombre muy solo, solo entre los demás. Con la única que platico es con la soledad. Vivo en la soledad. Ya sé que todos los hombres están solos, pero yo más. Me sentí más solo que nadie cuando llegué a la Ciudad de México y nadie hablaba conmigo, y desde entonces la soledad no me ha abandonado. Mi abuela no hablaba con nadie, esa costumbre de hablar es del Distrito Federal, no del campo. En mi casa no hablamos, nadie habla con nadie, ni yo con Clara ni ella conmigo, ni mis hijos tampoco, nadie habla, eso no se usa; además, yo ni quiero comunicarme, lo que quiero es explicarme lo que sucede y todos los días dialogo conmigo mismo mientras cruzo las calles para ir a pie al Instituto Nacional Indigenista, voy dialogando conmigo mismo para desahogarme; hablo solo. No me gusta hablar con nadie.

Como le haces al cuento, Juan.

—Hace mucho que no los hago.