El aguacero interior.
Lo primero que se me vino a la cabeza al leer el título de esta novela de Antolina Ortiz Moore fue aquello de: “En esta tarde llueve, y llueve pura / tu imagen. En mi recuerdo el día se abre. Entraste”, de Aleixandre. Porque en esta obra la lluvia es un rumor constante, la música tormentosa de varias vidas que tejen una historia común pero singular en una casa colonial en el centro histórico de la ciudad de México. Y, además, es una novela de imágenes, de cuadros personales y de memorias dolorosas.
Esta lluvia pertinaz es el pretexto para la construcción de personajes que habitan la casa, que es fundamental en la obra porque funciona como refugio, útero y lugar de revelación de la individualidad y el secreto. No es una vecindad como tal, es una antigua mansión devenida en vecindad, de esas construcciones vetustas que se convierten en hotel o residencia permanente; una casa que ha sufrido las inclemencias del tiempo, con grietas y parches, por donde se filtra el afuera.
Desde sus espacios, los personajes espían a los otros, se desean y, sobre todo, se cuidan. Casi no se enfrentan entre ellos. Parece que nada sucede, pero cuando parece que nada sucede, es que sucede de todo. De hecho, como en la novela de Joyce, aunque sepamos que pasan los días, es un mismo día, un día que se repite como el aguacero en las existencias de estos seres que perviven entre la humedad y la nostalgia.
Cada personaje ha sido trabajado de tal modo que es metáfora poderosa de la migración, la lucha de las mujeres, la enfermedad o la discriminación sexual. Todos, en una gran lucha por la supervivencia. Despuntan, desde luego, los personajes femeninos y su labor como madres o cuidadoras. Estos habitantes de la vecindad juntan sus soledades, sus silencios, ya que en el exterior se hace imposible la existencia; allí solo ocurre la tragedia y la muerte. También es entrañable el personaje de Fabi, un niño con polio que sueña con ser aviador.
Mujeres asesinadas aparecen flotando por las calles de México diariamente, como pájaros, como sirenas. El canto de las muertas acompaña el relato de manera perturbadora. Pero también su imagen, sobre las alcantarillas, como tristes despojos, como testimonio de un país (¿un continente?) donde el cuerpo femenino es carne desechable.
Otro punto fundamental es la relación que los personajes establecen con la radio, donde ocurre un relato paralelo, una especie de educación sentimental a través de las radionovelas. Antolina crea un guion subterráneo, una caja china, con los personajes de la radio y sus actores, conducidos por Agustín, un homosexual reprimido, sobre la base de los textos que escribe anónimamente Inés, una profesora feminista también habitante de la vecindad.
Y todo esto en una clave lírica habitada de silencios y elipsis magistrales que el lector completa o acomoda en su interior. Porque es una épica de la intimidad. Volver a la historia desde el adentro es algo que logra Antolina con frases cortas como gotas gruesas de lluvia y, las más de las veces, como granizo que se vuelve nieve, carne blanca, suspensión y vacío.
25 de noviembre de 2025

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Santiago Vizcaíno
Sobre el libro de Antolina Ortiz Moore El día que no paró de llover (Tusquets, 2025)
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