Canarios

Un cuento de Elena Poniatowska

5/16/20235 min read

Lo primero es la jaula, adentro dos temores amarillos, dos miedos a mi merced para añadir a los que ya traigo adentro. Respiran conmigo, ven, escuchan; estoy segura de que escuchan porque cuando pongo un disco, yerguen su pescuezo, alertas. Al amanecer, hay que destaparlos pronto, limpiar su jaula, cambiarles el agua, renovar sus alimentos terrestres. Luego viene la vaina que como el berro debe conservarse en un gran pocillo de agua; si no, se seca; el alpiste compuesto, las minúsculas tinas, el palo redondito y sin astillas en forma de percha sobre el cual pueden pararse, la lechuga o la manzana, lo que tenga a la mano. Nadie me ha dado a mí el palo en el que pueda parar mis miedos. Tiemblan su temblor amarillo, hacen su cabecita para acá y para allá; frente a ellos debo ser una inmensa masa que tapa el sol, una gelatina opaca, un flan de sémola para alimentar a un gigante, alguien que ocupa un espacio desmesurado que no le corresponde. Me hacen odiar mi sombrota redondota de oso que aterroriza. Lo que pesa es la jaula, ellos tan leves, tienen ojos de nada, un alpiste que salta, una micra de materia negra, y sin embargo lanzan miradas como dardos. No debo permitir que me intimiden. Son perspicaces, vuelven la cabeza antes de que pueda yo hacer girar mi sebosa cabeza humana, mi blanco rostro que desde que ellos llegaron pende de un gancho de carnicería. Trato de no pensar en ellos. Ayer no estaban en mi diario trajinar, hoy puedo fingir que sigo siendo libre, pero allá está la jaula. La primera noche la colgué, tapada con una toalla, junto a la enorme gaviota de madera a la cual hay que quitarle el polvo porque a todos se nos olvida hacerla volar. La segunda noche busqué otro sitio. El gato acecha, se tensa; alarga el pescuezo, todo el día permanece alambre de sí mismo, su naturaleza exasperada hasta la punta de cada uno de sus pelos negros. Lo corro. Regresa. Vuelvo a correrlo. No entiende. Ya no tengo paciencia para los que no entienden. La segunda noche escojo mi baño; es más seguro. Tiene una buena puerta. A la hora del crepúsculo, los cubro y ellos se arrejuntan, bolita de plumas. Cuando oscurece soy yo la que no puede entrar al baño porque si prendo la luz interrumpo su sueño. ¿Qué dirán de la inmensa mole que se lava los dientes con un estruendo de cañería? ¿Qué dirán del rugir del agua en ese jalón último del excusado? ¿Qué dirán del pijama en el que ya llevo tres días, ridículamente rosa y pachón, con parches azules? He de parecerles taxi con tablero de peluche y diamantina. ¿Y ahora qué hago? Dios mío, qué horrible es ser hombre. O mujer. Humano, vaya. Ocupar tantísimo espacio. Mil veces más que ellos. Duermo inquieta: de vez en cuando me levanto y, por una rendija, cuelo mi mano bajo la toalla para asegurarme de que allí siguen sus plumas hechas bolita, su cabecita anidada dentro de sus hombros. A diferencia mía, duermen abrazados, como amantes. A la mañana siguiente, los devuelvo a la terraza, al sol, al aire, a la posible visita de otros pájaros. No cantan, emiten unos cuantos píos, delgadísimos, débiles, entristecidos. No les gusta la casa. A mediodía, mi hija advierte: —Se escapó uno.
—¿Por dónde?
—Entre los barrotes de la puerta.

—¿Que no te dije que pusieras la puerta contra la pared?
—Ninguna puerta da contra un muro, las puertas dan a la calle.
—Tendrías que haber colgado la jaula con la puerta contra la pared.
—Ay, mamá, las puertas son para abrirse. Además, ¿cómo voy a atenderlos? Tengo que meter la mano para cambiar su agua, darles su alpiste —responde con su voz de risa atronadora.
—Ya se fue —recuerdo con tristeza.
—Pues es más listo que el que se quedó.
Como es joven, para ella morir no es una tragedia. Cuando le digo: “Partir es morir un poco”, le parezco cursi. “Ay, mamá, sintonízate.” Algo aprendo de ella, no sé qué, pero algo. Y añado en plena derrota:
—Estos pájaros no tienen defensas; están acostumbrados a que uno les dé en el piquito.
Busco con la mirada en el jardín, no quiero encontrarlo sobre la tierra.
—¿Hacia dónde volaría? —pregunto desolada. Y añado, lúgubre—: la vida no tiene sentido.
—Claro que lo tiene —trompetea mi hija—. Es lo único que tiene sentido.
—¿Cuál?
—Tiene sentido por sí misma.
Cuando oscurece meto al canario que no supo escapar. A pesar mío, siento por él cierto desprecio; lento, torpe, perdió su oportunidad. Cobijo la jaula.
Al día siguiente lo saco a la luz en este ritual nuevo, impuesto por mi hija. “Es tu pájaro.” Trato de chiflarle pero casi no puedo. Lo llamo “bonito” mientras cuelgo la jaula del clavo, un poco suspendida en el aire para que el prisionero crea que vuela. Regreso a mis quehaceres, las medias lacias sobre la silla, el fondo de ayer, el libro que no leeré, los anteojos que van a rayarse si no los guardo, qué fea es una cama sin hacer. ¿A qué amanecí? De pronto, escucho un piar vigoroso, campante, unos trinos en cascada; su canto interrumpe la languidez de la mañana. Gorjea, sus agudos arpegios llenan la terraza, la plaza de la Conchita; qué música celestial la de sus gorgoritos; es Mozart. Otros pájaros responden a sus armonías. Al menos eso creo. Es la primera vez que canta desde que lo compré. ¿Es por su compañera de plumas más oscuras que atiborra el espacio de risas? Trato de no conmoverme. ¿Cómo una cosa así apenas amarillita logra alborotar un árbol? De niña, cuando tragaba alguna pepita, mamá decía: “Te va a crecer un naranjo adentro”. O un manzano. La idea me emocionaba. Ahora es el canario el que me hace crecer un árbol. Resueno. Soy de madera. Su canto ha logrado desatorar algo. Es una casa triste, la mía, detenida en el tiempo, una casa de ritos monótonos, ordenadita; ahora suelta sus amarras; estoy viva, me dice, mírame, estoy viva.
Su canto logra que zarpe de mis ramas una nave diminuta, el viento que la empuja es energía pura, ahora sí, el tiempo fluye, me lanzo, hago la cama, abro los brazos, me hinco, recojo, doblo, voy, vengo, ya no puedo parar, su canto me anima a ser de otra manera, salgo a la terraza a ver si no le falta nada, camino de puntas, no quiero arriesgar esta nueva felicidad por nada del mundo, cuánto afán, lo saludo, “bonito, bonito”, “gracias, gracias”, “bonito, bonito”, “gracias, gracias”. río sola, me doy cuenta de que hace meses no reía, entre los muros el silencio canta, inauguro la casa que canta, el canario es mi corazón, tiembla amarillo, en su pecho diminuto silba la luz del alto cielo.

Cuento incluído en el libro Llorar en la sopa (2014)